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miércoles, 23 de diciembre de 2009

La que comía hormigas

Se sentaba en el borde para ver el río sucio, con miedo a una caída violenta por algún empujón en chiste.


Otras veces era el miedo a tener el coraje necesario para tirarse. Descartó esa posibilidad porque se trataba de un río. Si hubiera sido el mar, la propuesta de heroína sufrida habría sido más seductora. Pero no.

Le picó la pierna. Descubrió un camino incansable de cosas diminutas que se iban deslizando hacia ella. Desviaban para no chocarla y retomaban la misma línea recta interminable hasta que aparecía algún otro obstáculo. Todo pensado y ensayado.

Debajo de esas cosas en movimiento estaban las hormigas más trabajadoras que había visto. Como en una especie de flashback, se le apareció un cuento moralizador que le habían contado cuando era chica. Había una hormiguita que, durante el verano, mientras las otras se divertían, trabajaba sin descanso juntando hojas, palitos y todo lo que pudiera. Al llegar el invierno, las hormigas más relajadas tuvieron que salir apuradas a prepararse pero la hormiguita trabajadora, tan previsora, ahora podía descansar tranquila en su casa. Sonrió. Le hubiera gustado ser hormiguita trabajadora (o algo diferente)

Quiso lograr que una hormiga caminara por su mano, pero no hubo caso. Cada vez que se acercaba el dedo, la hormiga desviaba el camino. Se ensañó con una que traía una carga enorme. Le sacó de encima algo que parecía una hoja de alguna planta y ahí sí consiguió que la hormiga se detuviera. Nuevamente acercó el dedo, y ésta vez la hormiga subió con dificultad. La miró caminar fascinada.

Pensó en las hormigas, las personas y los animales y en si habría alguna razón por la cual nos toca a cada uno ser lo que nos toca. Y en un segundo, ya sin pensar en nada, se llevo la hormiga a la boca.

La sintió patalear sobre la lengua y tuvo miedo de matarla. Escupió pero despacio, cuidando de no lastimarla por el golpe contra el piso.

Sintió alivio al verla todavía moviendo las patas y la ayudó para que pudiera volver a caminar. Respiró.

Todavía miraba al piso con cara de preocupación cuando escuchó que la llamaban.

Era hora de volver a casa.

jueves, 17 de diciembre de 2009

Hoy

No
.
.
Hacía estallar vidrios sólo con susurros.
Hoy el terror a la intensidad.

Es mentira que la sangre se recupera.
Lo que se da no vuelve más.

Elegir un año viejo es dormir sin soñar.

Dejar que el cuerpo se desarme sin decir nada.

Levantar banderas de verdades que (de tan frágiles) se pulverizan.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Alquiler

No preguntaba. No había nada que preguntar. Sabía que la vida para ella era una sucesión de repeticiones sin descanso y que en vez de preguntar boludeces tenía otras cosas que hacer.


Se levantó de la silla de un salto para atender el teléfono. En la mesa, los clasificados del sábado marcados en amarillo fluo. Equivocado. Dio otra mirada rápida a los avisos resaltados y terminó la taza de té.

Le gustaban las mañanas de los sábados. Decía que si se levantaba temprano podía aprovechar mejor el día.


Cada mudanza era igual, por eso se permitía vivir en ese estado de alerta, como en tránsito.

El itinerario de hoy incluía varios departamentos, pero los agrupó todos en la misma zona. Se había convertido en experta. Con cada puerta que se abría venía incluido un universo particular. Le gustaba ser un personaje diferente en cada departamento que visitaba. A veces era la estudiante que venía del interior, otras una profesional en busca de oficina. Cuando estaba de humor se animaba a personajes que requerían una elaboración mayor.

Una vez se convirtió en una divorciada embarazada cuyo marido había desaparecido con su mejor amiga y los ahorros que tenían juntos. Contó su historia entre lágrimas y la señora que le mostraba el depto se conmovió tanto que aceptó rebajar el precio y le dejó su teléfono por cualquier cosa.  Al menos no era el lugar que estaba buscando.

Otras veces medía a la persona que tenía en frente. Si eran hombres grandes no le divertían. Decía que todos los que trabajaban en inmobiliarias y tenían más de 50 años tenían la misma expresión, la misma cara o forma de hablar.

Tenía muy buena memoria visual y un buen sentido del espacio. Con solo mirar un poco podía calcular la disposición de los muebles que mejor aprovecharía el lugar.

Recordaba cada detalle fácilmente. Colores de azulejos de baños y cocinas. Luces y sombras. La cantidad de tonalidades de blanco que podían tener las paredes. Imaginaba a los que habían vivido ahí antes y se sentía invasora. Imaginaba cómo podría hacer de esa su casa y le daba pena. No podía ser que un solo departamento durante su existencia pudiera ser “la casa” de tanta gente antes y de la que vendría después de ella. Cuando venía ese pensamiento intentaba alejarlo con otros. Era otra pregunta que no hacía. Otra sucesión de repeticiones.

Buscó un cuaderno en el cajón y copió las direcciones y teléfonos de los avisos. Los enumeró según la distancia y cerró el cuaderno.


Salió con el cuaderno en la cartera. Cuando cerraba la puerta con llave se acordó de una frase… “there’s no place like home”, la había escuchado en alguna película.