El día se iba acercando. Después de algo así como un mes de entrenamiento y puesta en marcha llegaba el momento temido: había que atender el teléfono.
La mañana de la inauguración llovió sin parar. El gris de afuera desentonaba con el naranja gritón de la oficina con olor a nuevo. (Aunque fuera lo mismo de siempre)
Se hizo la hora de las palabras de bienvenida.
El alemán de cara redonda de nene bueno nos dijo que éramos divinos, maravillosos; que ahora emepezaba el trabajo y confiaban en nosotros.
Entendimos que ahí terminaba la simpatía para dar lugar a los latigazos.
"Loas jefeis nAlemania estar muuy coantentes" dijo sonriendo, y empezó a aplaudir y hubo que seguirlo.
A pesar de todo me enterneció.
Al cabo de unos minutos, estábamos cada uno en su lugar asignado, en silencio, deseando que a nadie se le ocurriera llamar por nada. Esperando que pasaran todas las horas de golpe, hasta que llegara la que indicaba que ya se podía salir a vivir.
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